Damajuanas y Pingüinos: el alma de nuestra tradición vitivinícola
Hay objetos que trascienden su funcionalidad para convertirse en símbolos. En el mundo del vino, las damajuanas y los pingüinos no solo han contenido la bebida, sino que han almacenado historias, reuniones y un sinfín de emociones compartidas alrededor de una mesa. En Buenos Aires y otras regiones de tradición vitivinícola, estos elementos emblemáticos enfrentan el desafío de la modernidad, pero resisten con la fuerza de quienes llevan en su esencia la nostalgia de un tiempo que se niega a desvanecerse.
Damajuanas: el corazón de la mesa familiar
Hablar de damajuanas es evocar la imagen de una cocina inundada por el aroma de un guiso casero, de una sobremesa interminable con amigos o familiares, y de un abuelo que, con movimientos precisos, servía vino a granel con una sonrisa de satisfacción.
Originarias del siglo XVIII en Europa, especialmente en Italia y España, las damajuanas llegaron a nuestras tierras cargadas de tradición. Estas robustas y voluminosas botellas de cristal verde no solo eran recipientes: eran guardianas de la herencia vitivinícola. Con capacidades que oscilaban entre los 5 y los 20 litros, las damajuanas transportaban el vino de los viñedos a los hogares, protegidas con cestas de mimbre que les conferían un aire rústico, casi artesanal.
Para muchos, ver una damajuana es como abrir una ventana al pasado. Su cuerpo ancho y su cuello largo hablan de tiempos en los que el vino no se bebía con solemnidad, sino con naturalidad y cercanía, como un compañero más en la mesa. Sin embargo, su uso comenzó a menguar con la llegada de envases más pequeños y prácticos. Las botellas individuales, livianas y modernas, prometían comodidad, pero con ellas también se perdió un poco de ese ritual colectivo que acompañaba a la damajuana.
Hoy, en algunos bodegones y ferias, estas piezas reaparecen, no solo como un guiño al pasado, sino como un recordatorio de que lo auténtico siempre encuentra su lugar.
Pingüinos: un toque de arte y humor en la mesa
Si la damajuana era el alma de la familia, el pingüino era el alma de la fiesta. Con su peculiar forma que imita a este simpático animal, los pingüinos vinieron a simplificar el acto de servir el vino mientras añadían un toque de alegría y calidez a las comidas.
Introducidos en Argentina en la década del 40, estos recipientes de cerámica o vidrio llegaron para quedarse en los bares y bodegones. Blancos, marrones o incluso decorados, los pingüinos eran el punto de encuentro entre la funcionalidad y el arte popular. Su diseño permitía verter el vino con precisión, pero también se convertía en el tema de conversación en cualquier mesa.
A pesar de su tamaño más manejable —originalmente diseñados para contener un litro de vino—, los pingüinos también sufrieron el embate de los tiempos modernos. La sofisticación del servicio del vino, con copas estilizadas y botellas etiquetadas, relegó a estos entrañables recipientes a los anaqueles de la nostalgia.
Sin embargo, como todo lo auténtico, los pingüinos han comenzado a recuperar su lugar. En ciertos restaurantes y bares, volver a servir el vino en un pingüino es casi un acto de resistencia, una declaración de que lo clásico no tiene por qué desaparecer.
Memoria líquida: brindemos por nuestras raíces
Las damajuanas y los pingüinos son mucho más que objetos: son fragmentos vivos de nuestra historia. Cuando vemos uno en una mesa, no solo vemos un recipiente, sino también el eco de risas compartidas, de canciones improvisadas, de conversaciones que se extendían hasta que el vino se terminaba.
Estos íconos, aunque en riesgo de desaparecer, están viviendo un renacimiento silencioso. No es casualidad. En un mundo donde todo parece acelerarse, donde lo práctico a menudo desplaza lo sentimental, las damajuanas y los pingüinos nos invitan a frenar, a recordar que el vino no es solo una bebida, sino una excusa para conectar.
En esos bodegones que se resisten a las modas, donde el mozo sirve el vino desde un pingüino con una sonrisa cómplice, encontramos un refugio. Porque allí, entre lo moderno y lo tradicional, revivimos el alma misma de nuestra cultura.
Así que levantemos una copa —o mejor aún, sirvámonos del pico de un pingüino o el cuello de una damajuana— y brindemos. Brindemos por lo que permanece, por las raíces que nos sostienen, y por esos objetos que, aunque sencillos, guardan la esencia de lo que somos.
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