Sobre los Ángeles (basada en un relato de Laura E. Richards)

Sobre los Ángeles
Basado en un relato de Laura E. Richards

Esta es una historia sobre un Ángel de la Guarda que está siempre cerca, la clase de ángel, que cuida de ti desde el momento en que llegas al mundo.

Mamá, ¿existen realmente los ángeles? – preguntó el niño-.
Eso dice la Biblia – respondió la madre-.
Si. He visto el dibujo, pero ¿has llegado a ver alguno, Madre?- dijo el niño-.
Creo que si. -Contestó ella-, aunque no iba vestido como en el dibujo.
¡Voy a buscar uno! -exclamó el niño-. ¡Voy a correr kilómetros y kilómetros hasta que encuentre un ángel!
¡Me parece un buen plan! -afirmó la madre-. Te acompañaré, porque eres demasiado pequeño para ir lejos solo.
¡Ya no soy pequeño! -protestó el niño-. Puedo atarme los cordones. Soy mayor.
Es cierto -reconoció la madre-. Se me había olvidado, pero hace un día muy bonito y me apetece pasear.
Pero te duele el pie y andas muy lentamente –dijo el niño-.
Puedo andar más rápido de lo que te figuras. –le aseguró la madre-.

Así pues, se pusieron en marcha, él dando saltos y corriendo y ella pisando con tanta firmeza a pesar del pie herido que el niño no tardó en olvidarse del asunto.
Al cabo de un rato, el niño, que iba delante brincando, vio que un coche largo y plateado se aproximaba. En el asiento trasero viajaba una señora muy distinguida. Cuando se movía en el asiento, exhibía las joyas y el oro que llevaba y los ojos le brillaban más que los diamantes. El coche se detuvo ante una señal de stop.

¿Eres un ángel? -preguntó el niño tras acercarse a la carrera.-
La señora no respondió nada y miró fríamente al niño. Luego le dijo algo al conductor y el motor del coche soltó un rugido. El vehículo se alejó a toda velocidad entre una nube de polvo y humo y desapareció. El niño tosió y estornudó a causa del polvo que le entró en los ojos y la boca. Intentó respirar con normalidad y se frotó los ojos, pero en seguida apareció su madre y lo limpió con el borde del vestido.
¡No era un ángel! -Exclamó el niño-.
No, desde luego –dijo la madre-. No se parecía en nada a un ángel.

El niño se puso de nuevo en marcha, brincando y corriendo de un lado a otro del camino, y la madre lo siguió como buenamente pudo.
Poco después el niño se encontró con una joven bellísima que llevaba un vestido blanco. Sus ojos semejaban estrellas azules y las mejillas se le arrebolaban como un campo nevado en el que crecieran rosas.

¡Estoy seguro de que eres un ángel! –declaró el niño-.
La joven, ruborizada, exclamó: ¡querido niño! Una persona me dijo eso anoche precisamente. ¿De veras parezco un ángel?
¡No lo pareces, lo eres! –respondió el niño-.
La joven levantó al niño, lo besó y lo abrazó con cariño.
¡Eres el niño más simpático que he visto jamás! -afirmó ella.- Dime, por qué piensas que soy un ángel. De pronto su expresión cambió. ¡Oh! –gritó-. ¡Ahí está él! ¡Viene a reunirse conmigo! Mira, me has manchado el vestido blanco con tus zapatos sucios y has desordenado mis preciosos cabellos. ¡Vete niño! ¡Vuelve a casa con tu madre! La joven dejó al niño en el suelo, no con brusquedad, pero si con la precipitación suficiente como para que diera un traspié y se callera. Sin embargo, ella no se dio cuenta, porque había echado a correr para reunirse con su novio, que se acercaba por el camino. (A la joven le habría gustado saber que a él le parecía mucho más encantadora con el niño entre los brazos).
El niño se quedó sollozando y tendido en el camino polvoriento hasta que llegó su madre, y lo ayudó a ponerse de pie y le secó las lágrimas.
Creo que ella tampoco era un ángel –dijo el niño–.
No, no lo era –dijo la madre-, pero puede que lo sea algún día. Aún es joven.
¡Estoy cansado! –Exclamó el niño-. ¿Me llevas a casa, mamá?
Pues claro –respondió ella-. Para eso he venido.

El niño le rodeó el cuello con los brazos, y ella lo tomó con fuerza y continuó avanzando con dificultad por el camino, cantando la canción que a él más le gustaba.
De pronto, el niño alzó la vista y la miró a la cara. Mamá –dijo-, no serás tú un ángel, ¿Verdad?
Oh, hijo mío –respondió ella-. Yo solo soy tu madre y te quiero.
La madre siguió cantando, tan dichosa que se olvidó del dolor de pie y solo sintió alegría al lado de su hijo.


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